JUAN
16, 5 – 11: Ahora vuelvo al que me envió, pero ninguno de
ustedes me pregunta: “¿A dónde vas?” Al contrario, como les he dicho estas
cosas, se han entristecido mucho. Pero les digo la verdad: Les conviene que me
vaya porque, si no lo hago, el Consolador no vendrá a ustedes; en cambio, si me
voy, se lo enviaré a ustedes. Y cuando él venga, convencerá al mundo de su
error en cuanto al pecado, a la justicia y al juicio; en cuanto al pecado,
porque no creen en mí; en cuanto a la justicia, porque voy al Padre y ustedes
ya no podrán verme; y en cuanto al juicio, porque el príncipe de este mundo ya
ha sido juzgado.
Lo que hoy leemos de este pasaje de Juan, que el Hijo envía el Espíritu, y
escrito presumiblemente allá por el año 90, fue un verdadero quebradero de
cabeza hasta el siglo IX de nuestro tiempo, cuando en Toledo se acoge la
doctrina del “filioque”, venciendo la crisis pneumatómaca. Ciertamente no había
problema en que Dios enviara el Espíritu, lo inconcebible era que fuera Jesús,
Hijo, quien enviara ese Espíritu Santo. Por ese motivo nadie le pregunta “¿a
dónde vas?”, porque estamos en un tiempo en el que todavía era difícil aceptar a
Cristo como Hijo de Dios. Aunque este será el tema de Juan, manifestar la
filiación divina.
Podemos decir a la luz de este Misterio, que hay todo un proceso para
intentar comprender al Dios que da la vida, al Hijo que la acoge encarnándose y
al Espíritu que nos ayuda a compartir esa vida. Y en la transición de la
acogida del Hijo, necesariamente encontramos la entrega eficaz en la Cruz, que
es el signo primero que nos enseña a compartir la vida. Y se sucede una especie
de dirección de consolación desde el cielo hasta la tierra que regresa al reino
celeste con la resurrección dejando así abierta la comunicación entre los dos
reinos con la acción del Espíritu de amor.
La imagen del Espíritu más plausible es por la respiración, mientras
inspiramos y expiramos sabemos que tenemos vida. De ahí que al Espíritu de Dios
se le llame aliento de vida. Para nosotros lo evidente es que naturalmente
respiramos y por esa respiración se manifiesta el Espíritu. Si nos acercamos
mucho a una persona para hablar con ella, para comunicarnos, somos capaces de
percibir ese hálito del otro. Podríamos decir que es un momento en el que
conscientemente podemos ver que comunicamos vida. Puestos delante de un espeja,
o de una ventana en un día frío también nos hacemos conscientes de esa
representación.
Para mí, como creyente, hacer presente esta respiración es hacer presente
la presencia de Dios en mi vida por medio de su Espíritu. Esto implica el
reconocimiento de que no estoy solo y que la presencia de Dios actúa en mi
vida, acompañándome desde lo más hondo de mi ser, en ese espacio interior que
nosotros llamamos alma. Y desde esa habitación profunda la evidencia de su
proximidad la encuentro en la respiración y en la comunicación, mía y con los
demás. Me hago consciente por medio del vivir de la existencia del viviente.
Y quién es el que le pregunta “¿a dónde vas?”
Hoy el evangelio nos enseña a tomar conciencia de la unión habitable de nuestra
humanidad con lo trascendente y nos propone sondearlo y descubrirlo, a este
Amor que se hace cercano y vívido en lo más evidente de nuestro existir.
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