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sábado, 29 de octubre de 2016

HACIA DONDE DEBERIAMOS IR?

Comenzaré desde 1961 recogiendo unas palabras de JUAN XXIII que nos hablan de la “necesidad de saltar de la barca y caminar entre las olas al encuentro con Cristo que nos llama”. Son palabas que nos quieren remitir a la necesidad de que la Iglesia renuncia a sus certezas, abandonando la seguridad de la barca. En un claro sentido de apertura para poder, así, recibir el mundo. O de otro modo, que para poder defender al ser humano, para mostrar solidaridad con él hay que caminar a la intempérie, sin bolsa, sin bastón ni alforja (como también dirán los evangelistas).

Por tanto, la pretensión del Vaticano II fue la de dejar aquella imagen de la Iglesia como el Gran Inquisidor que reprocha a Cristo no haberlo dejado todo bien atado y no haber quitado a los hombres el peso de su libertad, para presentar a esta Iglesia como una comunidad en la que aquella tranquilidad que imperaba se ha visto trastornada a causa del evangelio de Cristo, terminando, o eso se quería, con el tiempo de los silencios y las censuras. Aflorando un soplo de fraternidad capaz de animar a las comunidades y teniendo como paradigma una Iglesia que suscita esperanza.

Después de cincuenta años de la celebración del Vaticano II podemos ver cómo la realidad esboza una doble posibilidad eclesial. Hay una parte de la Iglesia que camina según el Espíritu del Concilio, pero hay otro segmento de la Iglesia que no, que sigue bajo la dictadura de la opresión, del silencio, de la intransigencia bajo otro gran paradigma: “extra ecclesia nulla sallus”. Así, observo estupefacto cómo proliferan movimientos ultra conservadores que parecen desear enterrar los deseos de renovación del Concilio, alejando a una sociedad cada vez menos participativa e interesada no sólo en la Iglesia, sino en Cristo (y esto sí es un gran pecado).

Claro, bien es cierto que no podemos generalizar. Tengo presente cómo la iglesia local trabaja, incansable, a pesar de los descréditos de la institucional o de esos grupos ultra montanos. Existe una iglesia a nivel de base y a nivel parroquial que trabaja hacia la comunidad, que se preocupa por los marginados, que trata de agotar recursos a favor del ser humano, que desea llevar adelante el evangelio de Cristo, que celebra la eucaristía invitando a todos a la gran mesa y que vive, en esta sociedad, como resucitada.

Personalmente tiendo, en exceso, a la crítica feroz hacia la Iglesia que no me gusta. Por ello este ejercicio me propone el desear ver con ojos de cambio esta postura de demolición para cambiarla en otra que constructiva, dejando espacio para la gratuidad y el don de Dios, capaz de manifestarse mucho más allá de mis convicciones, de mis ideales o de mi compresión.

¿Hacia dónde debería ir?
La Iglesia debería proseguir en su camino evangelizador, profundizando en el impulso misionero, sin empobrecerlo, procurando avivar la esperanza en un mundo marcado por el individualismo, la crisis económica, la falta de trabajo y la pérdida de contacto. Necesitamos una Iglesia sensible, que toque la realidad, que sienta el dolor y el sufrimiento… Los signos de los tiempos ya no exigen tanto espacio para la reflexión sino que desean trascenderla hacia caminos en los que el testimonio marque el deseo de ser de Cristo, como Cristo. Quizás así suscitemos en las personas algo como que: Si Cristo es tan bueno como ustedes, yo quiero conocerlo, yo me apunto.

En esta tesitura la Iglesia ya no puede juzgar no condenar. Acompañar a las personas y la consideración de las situaciones que viven transforma, necesariamente, su lenguaje y su modo de intervención. Por tanto, no deberíamos tener una Iglesia que dicta lo que es preciso o no hacer, como una autoridad moral, sino otra que actúa como una Madre que acoge la realidad de sus hijos e hijas, amándolos como son. No se trata de soportar sino de tratar de entender, de comprender, aunque ello pueda llevarle toda la vida.

En el mundo por una parte, existe una institución fuerte (de personas) que defiende la dimensión religiosa que la sociedad necesita para apaciguar sus angustias y responde a una necesidad profunda del individuo y de la sociedad. Por otra, existen unos hombres y mujeres, a menudo solos, que intentan aventurar una palabra desde su propia fe y ternura.

En el evangelio no hay ninguna situación sin salida. Hay que apostar por la esperanza. Por ello no debe haber situación humana que caiga en el olvido. ¿Cómo pueden creyentes ser los marginados de nuestro tiempo y serlo, además, por la propia Iglesia?

Esta Iglesia itinerante debe, por consiguiente, readoptar su posición ante los divorciados, los sacerdotes que se han casado o quieren casarse, la situación de la homosexualidad dentro y fuera de la Iglesia, los matrimonios y otras formas de familia, la situación de inhumanidad que se vive ante los conflictos armados, la crítica social…

Tengo esperanza que vuelva a resoplar aquel aire antiguo que clamaba a la voz de los profetas del Israel antiguo, preocupados por el cumplimiento de una justicia a favor de la viuda, de los huérfanos, de los pobres… en definitiva, de todo ser humano que vive en situación de precariedad. Personas sin hogar, con contratos de trabajo que rallan lo absurdo, con problemas ante la deuda energética… Niñas y niños sin escolaridad, con una educación precaria, sin opción de forjarse un futuro…

¿Quiénes son los marginados de nuestro tiempo? ¿Quiénes los pobres? ¿Quiénes los oprimidos?
Lo que debe contar para esta Iglesia son tanto el bien como las necesidades del Pueblo de Dios, que es la humanidad entera (creyente o no). La Iglesia, así, “no puede instalar grifos allí donde hay fuentes” (JAQUES GAILLOT).

Por tanto, junto con las necesidades de nuestro tiempo hay que dejar espacio a la creatividad para aventurarnos a establecer el Evangelio de Cristo en el siglo XXI y no, en el siglo XXI, el Evangelio del siglo XII.

Todo ello viene siendo pensado y repensado desde hace cincuenta años. Hemos tenido a grandes teólogos y pensadores, sociólogos, pedagogos, filósofos… que han reflexionado sobre el fenómeno cristiano y eclesial dejándonos, cada cual, su interpretación sobre lo que ocurre, ocurrió o puede ocurrir.

Con el tiempo creo que todo ello se ha ido dilatando hasta el extremo. Es decir, que ante tanta reflexión la Iglesia ha quedado en un bucle que ha terminado por detener su propio camino. Nos ha estancado. El resultado es evidente, cuanta más reflexión misma participación, afluencia y tendencias en las parroquias y en la Iglesia Universal. Hemos hecho de Cristo y de su Evangelio un reduccionismo a la espera de otra conferencia, otro artículo de investigación…

El reflejo del Evangelio puede estar entre pensadores, pero la realidad de Cristo debe estar entre las personas, en la vida misma, proclamando libertad, esperanza, amor.

Quizás lo vemos en Idomeni, cuando miles de voluntarios se lanzan a la aventura para ayudar a los refugiados pero colisiona cuando los gobiernos desmantelan los campos y envían a aquellas personas a la franja con Turquía. Quizás lo vemos en la solidaridad de Caritas pero vuelve a colisionar en los partidos políticos y la banca mundial que derroca la posibilidad de vida de la gente. Quizás nos llegan destellos en la acogida de muchas parroquias que celebran, que abren sus puertas… pero que chocan con las manifestaciones de obispos y otros dirigentes.

Hay muchas realidades que llaman al Evangelio pero lamentablemente, hay otras tantas que le cierran la puerta.

La Iglesia, para concluir, sólo puede ir en una dirección, sólo tiene un camino que es el del ser humano para propiciar el encuentro con el Dios de Jesús. Si existe el deseo de convivencia conseguiremos una Iglesia sacramento de Cristo pero sino no existe esta voluntad, hagamos lo que hagamos, estamos destinados a vivir el fracaso estrepitoso, la muerte anunciada de nuestras parroquias y, lo que es peor, nuestra complicidad con esa Iglesia que es contra Cristo.

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