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domingo, 8 de mayo de 2016

LUCAS 24, 26 DEJEN MARCHAR A JESUS

Lucas 24, 46 - 53: En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «Así estaba escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto. Yo os enviaré lo que mi Padre ha prometido; vosotros quedaos en la ciudad, hasta que os revistáis de la fuerza de lo alto.»  Después los sacó hacia Betania y, levantando las manos, los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos, subiendo hacia el cielo. Ellos se postraron ante él y se volvieron a Jerusalén con gran alegría; y estaban siempre en el templo bendiciendo a Dios.


Cuando a la muerte del maestro los discípulos se ven superados por todas las circunstancias de la historia, vemos como nace en ellos el desasosiego por una mala interpretación de la vida de comunión que Jesús les ofrecía. Ellos hubieran querido retener a Jesús. En muchos pasajes vemos a Tomás, o a Pedro invitando al maestro para que no termine su vida entregándose a la muerte. Pero a pesar de las ganas de sujetarlo, lo que es inevitable termina por suceder y Jesús muere, crucificado, y es enterrado en el sepulcro.

Esto quiere decirnos que nuestra mirada debe ir hacia el modelo de fidelidad de Cristo, una fidelidad que lo conduce a una vida de entrega (y finalmente de la propia vida). Cuando Jesús nos enseña que debemos desprendernos, que tenemos que perder la vida es precisamente a ésto a lo que se está refiriendo. Podría haber dicho perfectamente: “no me sujeten”, pero los evangelistas redactan de un modo quizás no tan directo el modelo de entrega de Jesús.

En nuestra simbología vemos constantemente al Jesús en el madero, crucificado, sujetado en la cruz. Quizás es porque somos una comunidad que, a pesar de lo que Dios dispone, tendemos a ese deseo incontrolable de retener al Cristo. Sea por inseguridad, sea por miedos, sea por simbolismo, sea incluso por autodefinición... Pero en esta vida hay que dejar marchar a Jesús para que también nosotros podamos dejar marchar nuestra vida, y la vida que dejamos ir no la perdemos sino que sale al encuentro del Espíritu Santo, nuestro ayudador.

Tenemos un mandato a salir de nosotros, a permitir que en su libertad las personas puedan llegar a hacer aquello a lo que se avoca su vida, a no retener a nadie, ni a Jesús, ni al Espíritu, ni a la fe... porque aunque digamos que son nuestras, lo cierto es que son de todos.


Quitémonos este abrigo nuestro que nos ayuda a retener un cierto calor y lancémonos, desponjémonos de nuestras capas y descubramos este sentido que implica perder una vida y encontrarla en el Espíritu.

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