Lucas (2,16-21): En aquel tiempo,
los pastores fueron corriendo a Belén y encontraron a María y a José, y al niño
acostado en el pesebre. Al verlo, contaron lo que les habían dicho de aquel
niño. Todos los que lo oían se admiraban de lo que les decían los pastores. Y
María conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón. Los pastores se
volvieron dando gloria y alabanza a Dios por lo que habían visto y oído; todo
como les habían dicho. Al cumplirse los ocho días, tocaba circuncidar al niño, y
le pusieron por nombre Jesús, como lo había llamado el ángel antes de su
concepción.
Este 2015 que justo arranca nos acerca, hoy, a un pasae
del evangelio que perfectamente podría haber correspondido al período del 24,
25 o 26 de diciembre 2014. Pero aunque estamos dando vueltas y vueltas a este
capítulo 2 del evangelio de Lucas, hoy nos detenemos en la actitud de Marría,
que como nos narra el evangelista adopta una singular posición interior sobre
las cosas que acontecen alrededor de su hijo Jesús.
Guardar las cosas en el corazón. Bien, primeramente
podríamos decir que no siempre es buena opción esta de guardarse las cosas. Conforme
ha ido avanzando la psicología se ha ido invitando al ser humano a abrir su
corazón más que a cerrarlo, a compartir sus inquietudes, problemas,
angustias... más que a callarlas. La historia de la humanidad, siempre en
movimiento, nos coloca en una tesitura que contrapone, en determinados
momentos, los procesos de interiorización de la persona a los momentos de
exteriorización de las experiencias.
Estoy plenamente de acuerdo con que el ser humano,
finalmente, siempre debe abrirse a la complicidad de un algo o de un alguien
sobre el que proyectar esas inquietudes que van formando parte de nuestro HD (o
disco duro). Somos eminentemente relacionales y por tanto necesitados del
encuentro con el otro, sea persona, sea entidad espiritual... Pero sea como
fuere estamos destinados a proyectarnos hacia el exterior, incluso desde
aquellas interioridades que se visten de demonios.
Que María medite las cosas en su corazón significa que
posteriormente esas interioridades van a ser expuestas, probablemente, a Dios
en forma o modo de oración, exclamación, pregunta, himno... Desde luego para
ella no es el momento, en este pasaje, de hacerlo. Y el evangelista nada nos
cuenta de cómo era la relación de María y Dios después de que ocurrieran estas
cosas. No somos invitados, entonces, a contemplar la habitación segura de María
cuando cierra la puerta y habla con Dios. Pero somos invitados a reflexonar
acerca de esos momentos.
¿Con quién comparte María? Me atrevo a decir que lo
hace con José, su marido, hombre prudente, fiel y bondadoso, su marido, porque
la intimidad de un matrimonio sano conlleva esa relación de seguridad y
confianza en la que se puede expresar, sin tapujos, aquellas cosas que uno
necesita compartir. Me atrevo a decir también, que esa misma expresión del ser
humano trasciende luego hacia Dios, con quien María guarda esa misma relación
de seguridad y compromiso. Todas las señales que María obtiene de la vida de su
hijo se colocan en ese doble plano: el íntimo hacia el corazón y el externo
hacia su marido y Dios mismo. El padre humano y el Padre espiritual conviven en
esa relación de perfecta comunión con María, madre, convivendo en esa doble
faceta lo humano y lo divino.
Aprendemos a confiar en Dios cuando compartimos con Él
nuestra intimidad, nuestra solitud, nuestros anhelos, dificultades, deseos,
logros... Es decir, cuando compartimos la vida como lo podemos hacer con la
persona más cercana, confidente, segura, fiel... Aprendemos a meditar, a no
mostrarnos viscerales ante las situaciones de la vida, por más favorables que
parezcan y aprendemos también a vivirlas desde la humildad, con sosiego, sin
despilfarros. El pesebre nos conduce hacia ese lugar sencillo en el que las
cosas, por más extraordinarias que sean, forman parte de la intimidad, de la
oración.
Estas son las primeras emociones del año que trascurre
ya, que camina. Enero nos abre a la meditación, a la oración y luego esa misma
actitud del interior nos conduce al exterior, al mundo, al ser humano y a Dios.
A pesar de que en el camino nuestro corazón sufre, es herido... María nos
conmueve a desplazar todos esos sentimientos en favor de la relación segura,
confiable que encontramos en Dios y en el ser humano.
Paso a paso, entramos en la dimensión de los
sentimientos, sin prisas. Tenemos mucho tiempo por delante, pero quizás que
vayamos aprendiendo ya a encontrar espacios propicios hacia los que compartir
nuestro corazón. María nos llama a la intimidad, Jesús nos llama a la humanidad,
que preciosos llamados, que bonita misión.
Que este enero temprano, en el que también habita Dios,
les ayude.
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