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domingo, 24 de abril de 2016

MARCOS 16, 15 SEÑALES QUE NOS ACOMPAÑAN

Marcos 16, 15 - 20: En aquel tiempo, se apareció Jesús a los Once y les dijo: «ld al mundo entero y proclamad el Evangelio a toda la creación. El que crea y se bautice se salvará; el que se resista a creer será condenado. A los que crean, les acompañarán estos signos: echarán demonios en mi nombre, hablarán lenguas nuevas, cogerán serpientes en sus manos y, si beben un veneno mortal, no les hará daño. Impondrán las manos a los enfermos, y quedarán sanos.» Después de hablarles, el Señor Jesús subió al cielo y se sentó a la derecha de Dios. Ellos se fueron a pregonar el Evangelio por todas partes, y el Señor cooperaba confirmando la palabra con las señales que los acompañaban.


Todo gira en torno a la creencia o no creencia, un aspecto crucial en la composición de los evangelios y, también, en la composición de la vida creyente. Hay, por tanto, una cierta ingenuidad que marca el devenir de la vida del cristiano y que, como decía el cardenal Kasper, hay que recuperar si queremos vivir la fe, vivir el evangelio. Cuando leemos este pasaje en perspectiva, analizando lo que ocurre en la actualidad, sentimos de nuevo la necesidad de colaborar, de cooperar, con la gracia para transmitir la fe que nos salva.

Nuestra época, desde el punto de vista espiritual, es un desierto. Vivimos en una cultura materialista que hace imposible el acercamiento al cristiano y la percepción de sus valores. Cabría, seguro, preguntarse en qué medida ha contribuido a la extensión de esa civilización nuestra manera de vivir el cristianismo como asunto privado, ajeno a la vida.

Resulta paradójico ver, cada domingo, a tantos grupos de jóvenes en la Plaza de San Pedro, por ejemplo, o en los grandes viajes misioneros de los Papas, como por ejemplo los de San Pablo II (ahora recuerdo) y observar cómo hay una especie de “piedra del sepulcro” que a fecha de hoy separa a las nuevas generaciones de la celebración dominical. Y a veces no será porque no se intenta! Pero está claro que necesitamos una profunda reflexión sobre las causas que suponen esta escisión entre miembros de la misma comunidad, que han dejado de encontrar en la Iglesia un lugar de reunión, de celebración y de vida comunitaria.

Estamos delante de una realidad que puede masticarse desde las parroquias, a pie de calle, en conversaciones y en los desalientos de aquellos que, aun creyendo en Dios, dejaron de creer en la Iglesia. Ante esta situación los cristianos no tenemos tiempo de lamentarnos sino de repensar la forma de acercar posturas, de construir puentes, de construir vida y de presentar a Cristo, que es el verdadero garante de la transformación del ser humano. Más ilusión, más esperanza, más cohesión, más comprensión… pero sobretodo lo que este mundo necesita es que se establezca un diálogo válido y cercano entre sociedad e Iglesia, entre personas y religión, pues hay que ser conscientes que a pesar de nuestras deficiencias, Cristo, Dios todavía sigue hablando a las personas.

La transmisión de la fe es un arte delicado y difícil que sólo la práctica enseña. En este sentido, la preocupación excesiva nos hace estar tan pendientes de los resultados de la transmisión que podemos olvidarnos de lo esencial, que es ser de verdad cristianos que ponen sus cuidados en las manos de Dios. No nos preocupemos de convertir absolutamente a todos.


Dios no es una palabra que resuma una definición. Es una palabra para la invocación y para orientar una praxis determinada. Encontrarse con Él, hacer experiencia de Él. Nuestra vida cotidiana vivida divinamente es la mejor palabra que disponemos para decir Dios con pleno sentido.

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