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viernes, 16 de marzo de 2018

JUAN 7, 1. SOBRE LA POBREZA

 «Por tanto, Señores, yo no os pido que contempléis atentamente una magnífica pintura de Jesucristo crucificado. Tengo otro cuadro para proponeros: una pintura viva y que habla, que tiene una expresión natural del Jesús moribundo. Son los pobres, mis hermanos, en los que os exhorto a contemplar la pasión de Jesús. En ningún lugar veréis una imagen más natural: Jesús sufre en los pobres, languidece, muere de hambre en infinidad de familias pobres.
He aquí, pues, en los pobres a Jesús que sufre. Y vemos también ahí, para nuestra desgracia, a Jesucristo abandonado, marginado, a Jesucristo despreciado. Todos los ricos deberían correr para aliviar tales miserias. Pero cada cual no piensa más que en vivir él a gusto, sin pensar en la amargura y en la desesperación a que están abocados tantos cristianos.
He aquí, pues, a Jesús abandonado. Y aún algo más: Jesús se queja por medio de su Profeta de lo que han añadido al dolor de sus llagas, “de que en su sed extrema le han dado vinagre” (cf. Sal 78, 31 y 26). ¿Acaso no es dar vinagre a los pobres el rechazarles, maltratarles, hacer que su deplorable miseria llegue hasta el extremo? Ah, Jesús, haz que veamos en estos pobres pueblos una imagen muy real de tus penas y de tus dolores.
¿Será en vano, cristianos, que todos los púlpitos resuenen con los gritos y los gemidos de nuestros hermanos miserables, y muchos corazones no se conmuevan nunca ante situaciones tan extremas?».  (Oeuvres Completes, de Bossuet, Bar-Le-Duc, 1862, II, 473).


El autor de este texto aprovecha la contemplación de una imagen del Cristo crucificado para expresar la realidad de su época, por lo menos la realidad respecto de los excluidos, los pobres y los necesitados, a los que llama “sus hermanos”. Entiendo que la denuncia del autor en el contexto donde hablaba fue para tratar de alentar el corazón de piedra de esos quienes, diciéndose también cristianos, han perdido la sensibilidad ante el mundo que ocurre delante de sus ojos. Se refiere a los ricos, a los dirigentes, a los nobles, a quienes redirige hacia la necesidad de su tiempo, reclamándoles acción. Despreciar a los pobres es despreciar al mismo Cristo.

Ciertamente es tremenda la actualidad del texto. Usando las mismas metáforas del autor hoy en día se sigue dando vinagre a los pobres. Y no sólo a los pobres, sino que hacemos estéril el sentido de la cruz como redentora de una humanidad que no quiere redimir. Europa es el paradigma no ya de unos púlpitos donde resuenan los gritos y gemidos de los miserables, sino de unos púlpitos en los que no resuena nada.

A nivel eclesial ha habido, incluso (por lo menos hablo en Barcelona), una involución hacia la preeminencia de lo litúrgico por encima de lo profético, o lo evangélico, respecto de lo que tiene de denuncia ante la injusticia, o la desigualdad. Los púlpitos de hoy están al servicio de vocaciones clericales más que de vocaciones humanas y eso, desde luego, tenía que terminar llevándonos a la no participación de la asamblea.

Cuando JUAN XXIII habló de la “necesidad de saltar de la barca y caminar entre las olas al encuentro con Cristo que nos llama”, nos quería remitir a la necesidad de que la Iglesia renunciara a sus certezas, abandonando la seguridad de la barca. En un claro sentido de apertura para poder, así, recibir el mundo. O de otro modo, que para poder defender al ser humano, para mostrar solidaridad con él hay que caminar a la intemperie, sin bolsa, sin bastón ni alforja (como también dirán los evangelistas). La pretensión fue la de dejar aquella imagen de la Iglesia como el Gran Inquisidor que reprocha a Cristo.

La Iglesia, por citar una estructura de poder en consonancia con la denuncia del autor, debería proseguir en su camino evangelizador, profundizando en el impulso misionero, sin empobrecerlo, procurando avivar la esperanza en un mundo marcado por el individualismo, la crisis económica, la falta de trabajo y la pérdida de contacto. Necesitamos una Iglesia sensible, que toque la realidad, que sienta el dolor y el sufrimiento… Los signos de los tiempos ya no exigen tanto espacio para la reflexión sino que desean trascenderla hacia caminos en los que el testimonio marque el deseo de ser de Cristo, como Cristo.

En esta tesitura la Iglesia ya no puede juzgar no condenar. Debe acompañar a las personas y la consideración de las situaciones que viven. Debe transformar, necesariamente, su lenguaje y su modo de intervención. Por tanto, no deberíamos tener una Iglesia que dicta lo que es preciso o no hacer, como una autoridad moral, sino otra que actúa como una Madre que acoge la realidad de sus hijos e hijas, amándolos como son. No se trata de soportar sino de tratar de entender, de comprender, aunque ello pueda llevarle toda la vida.

En el evangelio no hay ninguna situación sin salida. Hay que apostar por la esperanza. Por ello no debe haber situación humana que caiga en el olvido. ¿Cómo pueden ser ciertos tipos de creyentes los marginados de nuestro tiempo y serlo, además, por la propia Iglesia?

Tengo esperanza que vuelva a resoplar aquel aire antiguo que clamaba a la voz de los profetas del Israel antiguo, preocupados por el cumplimiento de una justicia a favor de la viuda, de los huérfanos, de los pobres… en definitiva, de todo ser humano que vive en situación de precariedad. Personas sin hogar, con contratos de trabajo que rallan lo absurdo, con problemas ante la deuda energética… Niñas y niños sin escolaridad, con una educación precaria, sin opción de forjarse un futuro… ¿Quiénes son los marginados de nuestro tiempo? ¿Quiénes los pobres? ¿Quiénes los oprimidos?

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