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domingo, 23 de agosto de 2015

JUAN 6, 60 ESTA ENSEÑANZA ES MUY DIFICIL

JUAN 6, 60 – 68: Al escucharlo, muchos de sus discípulos exclamaron: «Esta enseñanza es muy difícil; ¿quién puede aceptarla?» Jesús, muy consciente de que sus discípulos murmuraban por lo que había dicho, les reprochó: —¿Esto les causa tropiezo? ¿Qué tal si vieran al Hijo del hombre subir adonde antes estaba? El Espíritu da vida; la carne no vale para nada. Las palabras que les he hablado son espíritu y son vida. Sin embargo, hay algunos de ustedes que no creen. Es que Jesús conocía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién era el que iba a traicionarlo. Así que añadió: —Por esto les dije que nadie puede venir a mí, a menos que se lo haya concedido el Padre. Desde entonces muchos de sus discípulos le volvieron la espalda y ya no andaban con él. Así que Jesús les preguntó a los doce: —¿También ustedes quieren marcharse? —Señor —contestó Simón Pedro—, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna.


La Palabra de Dios no es fácil, a veces exige de nosotros actos con los que no podemos convivir: poner la otra mejilla, amar a los enemigos… por citar algunas. Todos podemos identificarnos con estos discípulos que murmuraban porque en algún momento también exclamamos: ¿Quién puede aceptarla? Si marchara mucho más allá, la dejaría entrever incluso en el pasaje de Getsemaní: Padre, si puedes, que pase de mí esta copa, aunque como Cristo es Cristo, inmediatamente luego se erige como el único: pero hágase tu voluntad. Y ese sería, sin dudas, el ideal del cristiano pero todos tenemos en cuenta nuestras limitaciones y nuestros problemas. Por otro lado, la misma fe genera dudas, y es muy bueno que las genere porque eso quiere decir que nuestra fe es dinámica y que actúa. Preguntarse sobre las cosas no tiene nada de malo porque si no nos preguntásemos sobre Dios, sobre Cristo, sobre el Reino, sobre nuestra vida… no habría fe.

Cuando asolan las dudas: cuando vemos que no logramos cumplir con lo cometido de la vida cristiana, cuando fallamos a la pareja, cuando nos enfadamos con los padres, o con los hijos, el texto nos remonta la situación indicándonos una pregunta: ¿a quién iremos? Porque sabemos que en la vida podemos ir a muchos lugares para resolver todas estas situaciones: al abogado para tramitar un divorcio, al banco para arreglar una deuda, a la ley para exigir cumplimiento… pero ninguna de estas soluciones sirve para atender al plano existencial del ser humano, ni la filosofía, porque nuestro ser trascendente no puede ocuparse con acciones finitas, porque todas ellas mueren. ¿A quién iremos? Es la gran pregunta que quiebra el debate entre creyentes y agnósticos. Irás a las matemáticas, que terminan en la fórmula; a la ciencia, que termina con el ensayo; a la música, que termina con la composición; al dinero, que termina o con el pago, o con la quiebra…

Muchos marchan, es evidente. Si repasan en sus círculos más cercanos verán que muchos de los que estaban hace años ahora no están. Han ido tras otras cosas, quizás creyendo que llenarían su vacío, quizás creyendo que Cristo no es la respuesta, quizás por las mil y una de la religión… no están. Por ello hoy en el seno de la comunidad creyente debe resonar aún con más fuerza: ¿a quién iremos? Porque o estamos convencidos de que sólo, sólo en Cristo hay palabra de vida eterna, o como aquellos antecesores, nos apartaremos de la Palabra porque, como dijimos, muchas veces es difícil.


Quiero animarlos. Hay que tener mucha fuerza, mucha confianza, mucha ilusión para seguir acudiendo a Cristo. Lo más fácil es huir, pero ustedes persisten, prosiguen… Cuando un no creyente viene, o regresa, sólo lo hace respondiendo así a la pregunta: ¿a quién iremos?, dirá: con aquellos que sigan lo que sigan lo hacen con gozo, con felicidad.

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