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miércoles, 12 de noviembre de 2014

JUAN 9 - CIEGOS

             JUAN 9:1-7.

1 Pasando, vio a un hombre ciego de nacimiento, 2 y sus discípulos le preguntaron diciendo: Rabí, ¿quién pecó: éste o sus padres, para que naciera ciego? 3 Contestó Jesús: Ni pecó éste ni sus padres, sino para que se manifiesten en él las obras de Dios. 4 Es preciso que yo haga las obras del que me envió, mientras es de día; venida la noche, ya nadie puede trabajar. 5 Mientras estoy en el mundo, soy luz del mundo. 6 Diciendo esto, escupió en el suelo, hizo con saliva un poco de lodo y untó con él los ojos, 7 y le dijo: Vete y lávate en la piscina de Siloé — que quiere decir “enviado” — . Fue, pues, se lavó y volvió con vista.

               


Si alguna vez he pensado en los prejuicios que existen en mi vida, puedo decir a viva voz que no han sido sino impedimentos para poder crecer de una manera sana ante las muchas situaciones que se han desarrollado delante de mí. Podría decir que ante algunas respondí de forma orgullosa, o que ante otras lo hice de manera evasiva, pues ya había juzgado que no me interesaban, mostrando desinterés, o incluso haciendo menosprecio. Incluso me atrevería a decir que, en muchas ocasiones, me comporté de forma deshonesta, pues en lugar de recibirlas, de escucharlas, de comprenderlas, o de meditarlas, ya había construido un muro de ladrillos impenetrable o algún pedestal desde donde entronizar mi corazón.
Para mi desdicha, esas son las peores motivaciones o decisiones que uno puede tomar ante cualquier prueba, trabajo, relación, emoción… que se le presente a uno en su vida.

No diré que no esté en mí comportarme de esa manera. Creo que he hecho  de esta forma de enfrentar la vida un hábito, y caminar ahora contra 37 años de historia se me hace a veces complicado. Incluso alguna vez me ha creado cierta angustia o nerviosismo. Veo que no es la manera correcta de recibir la vida, pero es tan innato en mí que hasta inconscientemente parece que está mecanizado en mi sistema vital.

En estos últimos años, en los que he podido meditar y tomarme un tiempo de refresco. Estoy comprendiendo los innumerables mecanismos de defensa que he instaurado en mi modo de vivir y que suponen barreras naturales ante circunstancias de todo tipo. Y que, lejos de reportarme salud, me alejan de los demás y me llevan cautivo a cometer actos que no quería realizar.
Pero estamos de cambios, verdad? Parece que la vida nos otorga una segunda oportunidad y que Jesús se encarga de explicarme cómo se vencen estas dañinas costumbres. Cómo se derriban estos muros de defensa.

Es curioso, pero no sé si me identificaría más con los discípulos, que muestran la ignorancia de una herencia que dramatizaba las enfermedades al identificarlas, irremisiblemente, con el pecado. O con los judíos, que ante el “signo”, quieren excomulgar al ciego de la sinagoga (incluso a sus padres), como para evitar enfrentarse a la realidad de tener que reconocer la divinidad de Cristo.


Juan 9.17: Otra vez dijeron al ciego: ¿Qué dices tú de ese que te abrió los ojos? El contestó: Que es profeta. 18 No querían creer los judíos que aquél era ciego y que había recobrado la vista,


Sea como fuere, ante esta disyuntiva nos encontramos en muchos momentos de nuestra vida. En muchas ocasiones durante el día. Y nos afecta en todos los planos, desde el emocional al relacional. Sufrimos nosotros y hacemos sufrir a los demás. Y permanecemos obcecados en el error, obstinados en nuestra historia.


Era una creencia popular, que enseñaban los mismos rabinos, que todo padecimiento físico o moral era castigo al pecado. Aunque varios profetas anunciaban que se anulaba el castigo por solidaridad de los padres en los hijos (Isaías_31:29.30; Ezequiel_18:2-32), sin embargo, esta creencia primera estaba completamente arraigada en el pueblo 2. Tanto que existían las dos corrientes. A esto responde esta pregunta de los “discípulos.” Más aún, la doble pregunta que le hacen, si pecó él o sus padres, era una preocupación y tema doble que se refleja en la literatura rabínica

Pero, ante esta errónea concepción popular, Cristo descubre un gran misterio. No pecó ni él ni sus padres. Este problema del dolor, que ingresó en el mundo por el pecado de origen, tiene, sin culpa personal del sujeto, una finalidad profunda en el plan de Dios: “que sean manifestadas en él (ciego) las obras de Dios.” No solamente es para mérito del justo, como en el caso de Job, sino que aquí se muestra esta otra profunda finalidad en el plan de Dios: su gloria (Juan_11:4), al patentizarse estas intervenciones maravillosas — los milagros — , que son “signos” de la obra de la salud y de la grandeza de Cristo (Juan_5:36; Juan_10:32.37; Juan_10:14).


Descubrimos entonces que de nuestra más arraigada herencia errónea, Jesús se hace actor de un cambio para nuestro beneficio. Pues por obra de su poder va a permitirnos zanjar una cuestión de herencia perjudicial ya que nos hacía prejuzgar acerca de la maldad de otra persona.

Y si en lugar de ver el mal que suponemos pudiéramos ver el bien que no hacemos?

Y si viendo esa carencia, pudiéramos acercarnos hacia un pensamiento más positivo?

Supongo que veríamos, indudablemente, que lo que primero genera es un beneficio personal. Por tanto, no es para enseñanza de nosotros, que donde hay oscuridad Jesús ve luz? Y no deberíamos nosotros saber que beneficio (luz) es sensiblemente mejor que perjuicio (oscuridad)?

Entonces la luz del Cristo sería nuestra forma de ver la vida y de enfrentarla. Solidarizándonos con la naturaleza, asociándonos con nuestro alrededor. Viviendo este nuevo y precioso vínculo del amor. Evitando el juicio, procurando por la necesidad.


Jesús dijo: Yo he venido al mundo para un juicio, para que los que no ven, vean, y los que ven, se vuelvan ciegos. 40 Oyeron esto algunos fariseos que estaban con El, y le dijeron: Conque ¿nosotros somos también ciegos? 41 Díjoles Jesús: Si fuerais ciegos, no tendríais pecado; pero ahora decís: Vemos, y vuestro pecado permanece.

El juicio para el que ha venido Jesús está claro que no es el mío. El motivo por el que nos ha dejado su Santo Espíritu, está claro que suele escapárseme a causa de mi razón. Y si algo me preocupa es de, además, reconocerme como ciertamente ignorante, porque aún si yo fuera ignorante, como dice el evangelio, no tendría pecado.

Una vez más, el pecado redunda en el orgullo del ser humano. Pero la clarividencia de este pasaje no es para castigo, ni para reprensión, sino para mostrarnos la gracia salvadora de Jesús hacia los hombres. Nuevamente, el evangelista nos pone de relieve que el invitado final de la reflexión serán los fariseos y los escribas, aquellos que son capaces de expulsar a alguien de la sinagoga, o de la Iglesia, o de la comunidad. La lección de vida que nos deja Jesús es a no excluir a nadie por ningún motivo, por ninguna razón, por ningún prejuicio. No somos llamados a separarnos, no somos llamados a la discordia.

Jesús nos abre el camino hacia la reconciliación desde el ejemplo del ciego de nacimiento. Nos lleva a tendernos una mano de recuperación. La amenaza judía es expulsar de la Sinagoga, la esperanza cristiana es volver al seno de la comunidad. Y aquí se produce esta especial relación de idas y venidas entre comunidades que se nos narra a modo de signo.

El signo, en este evangelio, es recibir a los hermanos, aceptarlos en la comunidad, hacer Iglesia, compartir el suelo, y finalmente consolar.


El ciego de nacimiento es el elemento de la discordia porque ahora ve, cuando antes no veía. Y esta aproximación a la luz crea envidia entre sus hermanos. Que seamos capaces nosotros de acoger en nuestras comunidades a cada hermano que llega a la luz de Cristo, y que a cada persona que viva en tinieblas podamos acercarle esa luz, no de excomunión, sino de amistad y familia.

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