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lunes, 17 de noviembre de 2014

MATEO 8 - EL LEPROSO


Mateo 8,1-4

Cuando descendió Jesús del monte, lo seguía mucha gente. En eso se le acercó un leproso y se postró ante él, diciendo:
- Si quieres, puedes sanarme de mi enfermedad.
Jesús extendió la mano y lo tocó, diciendo:
-   Quiero, sé limpio.
Y al instante el leproso quedó limpio. Entonces Jesús le dijo:
-   Mira, no lo digas a nadie, sino ve, muéstrate al sacerdote y presenta la ofrenda que ordenó Moisés, para testimonio de ellos.

Mateo nos sitúa este capítulo 8 inmediatamente después del SERMON DEL MONTE. Jesús acaba de hablar sobre aspectos importantísimos, dio una lección magistral, y lo hizo (es importante) cuando ya lo habían sacado del templo. Ahora, lejos de las paredes del culto judío, Jesús va a colocar su trono en la tierra, y lo hará con mucha simbología, sentándose en la hierba, sentándose junto con todos los hombres y mujeres que han venido a escucharle. Es la inmediata preparación que nos va a llevar a este capítulo 8 en el que Jesús sana a un leproso, a un centurión romano, a la suegra de Pedro y a los endemoniados gadarenos. El resultado? La gente querrá seguirlo.

Y entre esa muchedumbre que le espera ansiosa, según nos cuenta Mateo, hay uno que se ha atrevido a cruzar el umbral del aislamiento obligado, de la prescripción por ser un impuro leproso. Un hombre anónimo que decide buscar la curación acercándose a quien le han dicho que lo puede sanar. La lepra, como tantas enfermedades antes y ahora, se asociaba a un pecado cometido. Incluso a veces ni siquiera cometido por el enfermo, sino por sus progenitores, como aquel ciego de nacimiento.

Cuando no comprendemos las cosas o no encontramos su explicación, nos asustan y las asociamos a la culpa. Alguien tiene que ser culpable de lo que pasa. Uno mismo o los otros.

Hasta 4 generaciones. Así entendía el pueblo judío el castigo de Dios por el pecado cometido, un arrastre generacional al que se accedía por herencia. Así, durante años, el pueblo asociaba ceguera, lepra, una mano seca, la pobreza… Para los rabinos, sanar la lepra era tan difícil como resucitar a un muerto, además era considerada castigo de Dios respecto a un pecado determinado. Quienes sufrían de esta enfermedad tenían estrictamente prohibido acercarse a la comunidad de Israel (esto era una señal visible de lo que los judíos entendían que merece la vida pecaminosa: ser echados lejos de la comunión de Dios a causa de nuestros pecados). La lepra era, entonces, por motivo de rebelión y desobediencia. Ser apartados, es el error más grande respecto de lo que Dios quiere para el pecador. Y Jesús va a dedicar gran parte de su ministerio a recordarnos que lo que se debe hacer es, al contrario de la tradición, acercarse a la gente como hermanos/hermanas, ofreciendo siempre la mano sin importar la condición o el motivo por el que alguien puede estar o sentirse alejado, apartado, o no tenido en cuenta. El amor, que es gratis también es para todo el mundo. Como diría Pablo tiempo después: Jesús vino a salvar a los pecadores, de los cuales yo soy el primero.
En ese sentido Jesús clamará por una justicia mayor que la de los escribas y fariseos, una justicia que se hace entendible cuando dirá, misericordia quiero y no sacrificios. Si en verdad conocierais lo que quiero…

La enseñanza del monte va dirigida a la acción en la Tierra. Serán bienaventurados los pacificadores, los justos, los de simple corazón, los misericordiosos… porque el fruto de su esfuerzo, de su dedicación, de su trabajo, será en beneficio del mundo. Y de esa actitud, se beneficiaran todas estas personas repudiadas, señaladas, abandonadas, enfermas, necesitadas. Y cada vez que se cumple con una parte de la bienaventuranza, hay un resultado en la tierra, y otro resultado en el cielo. Bienaventurados los pobres, porque en vosotros encontraran consuelo, hallaran el reino.  Entre los de Jesús, los bienaventurados encuentran consuelo, porque nosotros los consolaremos. Lejos ya de la retribución y el pecado, éste leproso acude presto a la llamada de Jesús.

El leproso se postró diciendo: “si quieres, puedes sanarme de mi enfermedad”. Postración que no es servilismo, sino humildad. Reconocimiento de la propia condición de carencia y ponerse en manos de quien puede ayudarnos. Y aquí se abre el diálogo, el encuentro con Jesús. “Si quieres”, le dice nuestro hermano enfermo. Aquí el verbo querer se transforma en el vínculo entre Jesús y su nuevo amigo. Si quieres. No le dice imperativamente: sáname. Incluso, reconoce que puede sanarlo, pero que sólo se hará si Jesús quiere...

¡Y cómo no va a querer! ¡Y cómo no va a querer!

Pienso que no es casual que este leproso se acerque al grupo de Jesús cuando el maestro ya ha sido expulsado del Templo. Tampoco lo son los gestos de Jesús con el leproso. Lo que sí es casual, entonces, es que el enfermo pida al maestro que lo sane. Si quieres, puedes sanarme de mi enfermedad. Y no resuenan ahora mis entrañas cuando pienso en cuántas veces a lo largo del día me encuentro yo en esta disyuntiva? Gente, situaciones, personas que se me acercan y me dicen que si quiero, puedo sanarlos de su enfermedad. No porque yo sea médico, o tenga alguna clase de poderes mágicos, o de sanación. El evangelio de Jesús es un evangelio para los enfermos, que son quienes tienen necesidad de médico. Entonces, debo empezar a pensar en todas estas ocasiones en que alguien me pide medicina, en que alguien me está pidiendo ser sano.

Podría pensar que realmente no puedo hacer nada al respecto, que de esto ya se encargará alguna ONG, algún voluntariado, o que cómo voy a sanarlo. Pero Jesús me está enseñando el camino. Y Él mismo me está interpelando: Si quieres, sana! Preocúpate de esa persona, dale lo que necesita, lo que tú puedas darle (con un vestido no pasará frío, con un plato de comida no pasará hambre, una cama suplirá el frío suelo, una ducha evitará infecciones…). No tengo manos de cirujano, pero empiezo a ver que si tengo manos de médico, y lo que debo empezar a hacer es a confortar a estas personas y, en lo que puedo, ayudarlos, ofrecerles medicina.

Si volvemos al texto, lo primero que hace Jesús es alargar la mano y tocarlo. Cuando nadie se atreve a tocar a los leprosos, que han de llevar una campana atada al cuello y avisar que pasarán por ahí para que la gente se aparte. Cuando la gente les deja la comida en el suelo y se aleja, ni a los perros se les hace eso. Cuando ni siquiera se atreve a respirar el mismo aire. ¡Cuántos leprosos vamos generando en nuestras convivencias, restringiendo personas, negándoles nuestro amor, evitando respirar su aire!

Jesús nos está invitando a conmover el mundo, a tocar al mundo. Este Dios encarnado, este Hijo del Dios vivo pasa por cada uno de nosotros, y cuando estoy tocando a alguien, cuando lo estoy abrazando, cuando permito que apoye du cabeza en mi pecho, cuando lo arropo, estoy fundido en un entrañable e íntimo abrazo con el Dios creador. Y en estos momentos se vuelve a escuchar desde el cielo: Tú eres mi hijo amado, en ti me complazco. Tú estás cumpliendo el mandamiento del amor, tú eres amado, y tú eres mi hijo.

En esta historia se contrapone la pureza y la impureza. Pero Jesús está acercando ambos conceptos, y ni lo puro es tan puro, ni lo impuro un impedimento para alcanzar el favor de Dios. Se mezclan los conceptos, Jesús es un maestro confundiendo a sus contemporáneos. Les recuerda que los mandamientos del Padre ya no están inscritos en tablas de piedra, ahora están escritos en el corazón, y cuando esos mandamientos pasan por el túrmix del corazón deben encarnarse desde cualquier forma de amor. El amor es ahora el fuego que purifica, la herramienta, la medicina, todo lo cura el amor, todo!

Las tablillas de la ley han servido durante un tiempo, nos han ayudado a respetar la corrección, al ser humano, a evitar lo malo, pero se han convertido en un señor con capacidad de gobierno. Ha dividido al mundo en buenos y malos, en víctimas y bandidos, en dignos e indignos… nos conduce a la frivolidad, al prejuicio, a la discordia… separa!
Ý Jesús dirá: yo no vengo a abolir la ley, sino a darle su verdadero cumplimiento, su verdadero significado. Toda la ley debe pasar por el AMOR, y si no pasa por el amor no es ley de Dios. Quizás sí sea ley humana, pero cuando esa ley la sienta de hombres que recuerde siempre aquello de que: quién soy yo para juzgar a otro?
Que aprenda a acercar como Jesús a aquellos que quieren ayuda.

Pero no puedo forzar a nadie a ofrecerle esa ayuda. Que cada uno la acoja, o no. Este leproso pide ayuda a Jesús desde su libertad. Nadie le obliga. Que recuerde también que no debo juzgar entonces a aquellos que no quieren salir de su enfermedad. Si el leproso no hubiera pedido a Jesús ser limpio, podría haberlo seguido de lejos, o haberlo escuchado, Dios respetará siempre la libertad del ser humano, que haga yo lo mismo. Jesús no buscó a este leproso, sino el leproso se acercó a Él.

Al final Jesús le pide discreción. No quería que se creara una fama a su alrededor, tampoco quería enfrentamientos con las autoridades. Simplemente le recomienda que fuera al templo e hiciera lo que normalmente se hace en caso de una curación, con todo el ritualismo que lo acompañaba en esa época. Era una manera de ser admitido nuevamente en la comunidad y no seguir siendo marginado. Sin embargo, Jesús añade: “para testimonio de ellos”. Jesús no necesita testimonio, le basta que ese hombre concreto sea feliz. Los legalistas que vigilan los rituales sí que necesitan signos externos.

Jesús no excluye a nadie. Fíjate, que es curioso que Jesús mande a este enfermo a la sinagoga cuando según el evangelista Juan a Jesús lo han echado del templo. Que Jesús me sane, no implica que me ate. Que ayude a una persona, no significa que le deba la ayuda. Así vemos como a este leproso lo envía a la Sinagoga, o a los gadarenos los manda para ser testimonio a su pueblo, o como no pide al centurión que abandone sus quehaceres militares y se disponga a seguir al maestro.

En ningún caso hay una obligación de servir por recibir la ayuda de Dios. Nosotros, los cristianos, igualmente debemos tener esto claro, que si bien debemos ayudar a las personas, a los hermanos, a las hermanas, después no podemos ni pedirles, ni exigirles, ni tantearlo, ni tentarlos. Que haga luego cada cual lo que buenamente quiera con la libertad que se le proporciona.

Como pescadores, sólo debemos ayudar a llevar a los peces a la orilla, ayudar a liberarlos del mal. Ofrecer libertad a los cautivos dirá Jesús. Después, si ellos quieren seguir a Dios, pues gloria. Y si ellos deciden escoger otro camino, gloria a Dios que ahora puede escogerlo libremente.


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