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jueves, 20 de noviembre de 2014

MARCOS 1 - BAUTIZADO EN AGUA

Marcos 1,9-13

Aconteció en aquellos días, que Jesús vino de Nazaret de Galilea, y fue bautizado por Juan en el Jordán.

Y luego, cuando subía del agua, vio abrirse los cielos, y al Espíritu como paloma que descendía sobre él. Y vino una voz de los cielos que decía: Tú eres mi Hijo amado; en ti tengo complacencia.

Y luego el Espíritu le impulsó al desierto. Y estuvo allí en el desierto cuarenta días, y era tentado por Satanás, y estaba con las fieras; y los ángeles le servían.


El relato del bautismo de Jesús es, en el evangelio de Marcos, uno de los textos más cortos y que más teología encierra por la importancia del signo sacramental Su brevedad, parece indicarnos la humildad de los dos agentes bautismales, Juan y Jesús, quienes como el texto, querrán en ningún momento mayor dignificación que la de trabajadores del reino en pro de la libertad del ser humano a través del agua, primero, y del Espíritu después. Uno como complemento del otro, y necesariamente unidos, con la modestia necesaria para reconocerse no sólo el ministerio, sino también el tiempo de trabajo, que de un modo casi ejemplar transita de Juan hacia Jesús con las palabras: - es necesario que yo mengüe para que Él pueda crecer.

La raíz griega que se nos propone en el texto para el bautismo de Juan es METANOIA, un cambio profundo en nuestra forma de actuar, o si preferimos un profundo cambio de vida, que implica tanto una revisión de las conductas primitivas, o morales, y de las conductas más íntimas, o espirituales. En cualquier modo, el bautista nos muestra la necesidad de que la sociedad cambie de forma de vivir, aun proponiendo solamente que se maneje desde actitudes morales o legales. Así, los primeros cambios, los del bautismo del agua, son de origen mosaico, y nos traen un cierto recuerdo a los 10 mandamientos. No robar, no matar, hacer limosna… Comportarse, en definitiva, como una buena persona. Juan se presenta a sí mismo como precursor de esa nueva manera de amar encarnada por Jesús. A partir de Jesús, Dios es Emmanuel. Y Dios se convierte en una relación amorosa.

El bautismo de Jesús significa que Él se solidariza con el pueblo y aprueba el bautismo de Juan como una preparación necesaria a su venida. Su inocencia es confirmada por el cielo; Marcos describe cómo los cielos se abrían y cómo el Espíritu Santo descendía en la figura de una paloma. Es la unción de Jesús para tener el poder de repartir el perdón y la paz. La paloma, como símbolo de paz es una ilustración excelente de este Príncipe de la paz.

Con Jesús llega el elemento interior, la ligazón con la Buena Noticia, es la entrada en el agente cristológico. Ahora el bautismo tiene otra reminiscencia: el cambio en el corazón que ya predicaron los profetas. Y las coordenadas del buen comportamiento externo nos dirigen ya hacia un camino interior, de búsqueda más íntima, de recorrido espiritual. Y nos recuerda que el ejercicio que un ser humano hace hacia el corazón para rectificar actitudes de fondo suele quemar. Y quema, primero, porque cuesta mucho atender a la humildad y aceptar que soy imperfecto y fallo. Y, segundo, porque de encender una hoguera en el corazón, del calor que se desprende, puedo abrumarme y salir descolocado. Con todo, ahora Jesús nos anima a recorrer ese camino, y nos alienta a entrar a la hoguera del Espíritu, aquella que con fuego, enciende nuestro corazón.

Los cielos se abren en cada bautismo, y Dios desde el cielo muestra la misma complacencia que con Jesús cada vez que la comunidad cristiana da la bienvenida a un nuevo miembro. El bautismo abre dos puertas muy diferenciadas, una en la tierra que nos vincula directamente con los hombres, y otra en el cielo, que nos concede la filiación con Dios. Pasamos a ser hijos o hijas amados de Dios, pero pasamos también a ser hermanos o hermanas de la gran familia en la tierra. Jesús nos enseñó con el bautismo un camino de amor a los semejantes, y nos cedió el testigo y la responsabilidad de hacer lo mismo que Él. Ese fue su testamento, y esa es la complacencia de Dios.

Y Jesús se va al desierto.

En el plano personal, hay muy poca distancia entre nuestro corazón y el desierto. Incluso a veces podemos atravesar un desierto en el corazón:
-          Hay un desierto que es para meditar, para descansar, para tomar aire y salir reforzados, espiritualmente más llenos, o descansados.
-         Y hay un desierto que implica sequedad, falta de algo, carencia, nada.

Y por ambos desiertos vamos a pasar en numerosas ocasiones a lo largo de nuestra vida. Sin elección, como si una fuerza mayor propusiera las circunstancias vitales para que transcurramos de un desierto al otro a modo complementario. Y sin saber por qué, de todas estas ocasiones, Dios se sirve para llevar algo a nuestra alma. Aprendemos así de los tiempos contemplativos, y de los tiempos abandonados. El desierto, entonces, cumple el propósito de preparar en nuestra vida, espacios para la transformación.

Con todo, el evangelista nos hará también una referencia a que en el desierto estaban las fieras. Y aunque podamos entender que lo salvaje asuste, aquí Marcos nos deja una perla de sujeción ancestral que nos mueve directamente al relato de la creación del Génesis. Allí, en el gran jardín, hombre y bestias conviven en paz y armonía, y estas bestias, por mandato de Dios, viven sujetas al hombre, en quien sustenta la obra creadora. Ahora, otro hombre, Jesús, recobra esa sujeción, y con ella, el especial orden del Dios del Génesis.

En este mismo desierto, por tanto, convive lo más dócil con lo más salvaje. Y como en nuestro corazón, convive nuestra fragilidad con nuestra imperfección, con nuestros lados salvajes. Y ambos estados están en el desierto, y de las dos naturalezas se despliega mi persona, sin olvidar ninguna, sabiendo que soy lo que soy. Jesús nos invita también a ser conscientes de lo que convive en nosotros, pero también nos permite leer que con Él, estas naturalezas pueden sujetarse. Y las fieras seguirán siendo fieras, pero sujetas a Jesús esa ferocidad será un instrumento de amor ardiente, de fuego.


Cada día podemos aventurarnos a vivir ese desierto. Dedicarnos a estar un tiempo con Dios, escucharlo o no escucharlo, pero a fin de cuentas sentirlo. Pero hay en este desierto algo muy especial que me permite entrar en él para salir transformado. 

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