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viernes, 16 de febrero de 2018

MATEO 9, 14. INVITADOS A LA BODA

 Mateo 9, 14 - 15: En aquel tiempo, se acercaron los discípulos de Juan a Jesús, preguntándole: «Por qué nosotros y los fariseos ayunamos a menudo y, en cambio, tus discípulos no ayunan?» Jesús les dijo: «¿Es que pueden guardar luto los invitados a la boda, mientras el novio está con ellos? Llegará un día en que se lleven al novio y entonces ayunaran.»



Hay una imagen que tiene asoación directa con el cristiano y tiene que ver con esta actitud de ayuno, de pena, de tristeza, de sufrimiento... que cada cual lo llame como mejor le parezca y que ahora, en cuaresma, cobrará vida nueva en muchos lugares con sus procesiones y sus tradiciones, tan cercanas a veces al castigo y a las privaciones. Que Mateo nos presente a estos fariseos no es arbitrario, y quizás tan siquiera fueran fariseos. Creo que el evangelista nos está situando en aquello que ocurre en el seno de su comunidad que, habiendo perdido la esperanza escatológica, estaba volviendo al modelo de la sinagoga.

Tenemos detrás de nosotros una larga y curiosa historia que ha escrito capítulos desafortunadísimos en tanto a la concepción del mundo, del pecado, del ser humano y de Dios mismo. Episodios en los que se ha olvidado la esencia del evangelio y toda aquella libertad, toda aquella celebración y toda aquella vida que triumfaba sobre la muerte quedó relegada porque algunos pensaron en ¿por qué no ayunaban como los fariseos?

¿Y por qué lo hacemos?¿Qué se esconde bajo la careta de la pasión, de la cruz, no de Cristo sino cristiana? Quizás podamos intuir mucho temor a que se nos relacione, de nuevo, con aquel que fue tildado de comilón y de bebedor pero en quien había, hay, vida. Quizás porque da cierta inseguridad convertirse en una comunidad de puertas abiertas, donde prime la libertad y en la que cada miembro se mueva, piense y haga según es, según su propia autenticidad. Quizás exista una sobre atención hacia los modelos que se nos trata de inculcar, queriendo que todos seamos como aquel, o como el otro. Quizás cada uno pueda aportar otra posibilidad.

Mi tutor me explicó una vez una meditación que hizo en la parroquia, sentado en el banco, solo y a los pies del Cristo crucificado. Allí, en aquella habitación de recogimiento, tratando de elevar alguna oración le vino un pensamiento, un entendimiento que traspasó su corazón, quizás hubiera llorado de impotencia: “por qué te tienen ahí crucificado, si lo que tu quieres es abrazarme?!”.

La belleza del cristianismo no pasa ni por el castigo, ni por la prohibición, ni por la regla, ni tan siquiera por lo que es correcto. Lo precioso de Cristo pasa por el abrazo, por el encuentro, por la acogida, por el descubrirnos un día así, clavados en nuestro propio madero, pero vueltos en sí para arrancar nuestras carnes de la cruz y salir al abrazo del hermano, de la hermana, de la naturaleza, de la vida.

Que tengamos esa fuerza, ese grito más insolente que no se conforma con permanecer clavados sino que quiere, desea, trata de llegar a la Pascua.

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