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jueves, 1 de febrero de 2018

MARCOS 6, 7. SIN NADA


 Marcos 6, 7-13: En aquel tiempo, llamó Jesús a los Doce y los fue enviando de dos en dos, dándoles autoridad sobre los espíritus inmundos. Les encargó que llevaran para el camino un bastón y nada más, pero ni pan, ni alforja, ni dinero suelto en la faja; que llevasen sandalias, pero no una túnica de repuesto. 
Y añadió: «Quedaos en la casa donde entréis, hasta que os vayáis de aquel sitio. Y si un lugar no os recibe ni os escucha, al marcharos sacudíos el polvo de los pies, para probar su culpa.» 
Ellos salieron a predicar la conversión, echaban muchos demonios, ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban. 


Hay algo latente en el ser humano que espera a ser descubierto. Vive en nosotros, en lo profundo del ser, un anhelo mayor que la propia vida, a la que trasciende. Es el fondo de una llamada que atraviesa el mismo universo para comunicar a nuestro yo el Tú de un Dios que se descubre en nuestra vida a modo de revelación. Un Misterio capaz de irrumpir en nuestra vida estremeciéndonos de un modo asombroso, haciendo posible una reconciliación por la que ya no sólo nos sentimos nuevos, sino recreados. Tocados por una vida que nos sustenta, nos acoge y nos conoce. La vida, podríamos decir, que nos viene dada. No la escogemos nosotros, somos escogidos por ella. Somos, pues, parte y resultado de un impulso de vida que llega desde la profundidad de ese Yo primordial al que llamamos Dios. 

La existencia, iniciada en ese impulso, deriva en la carrera para llegar a uno mismo. Llegar a uno mismo para desplegar todas nuestras potencialidades en donación y entrega, participando plenamente del todo de Dios, alcanzando un máximo de unión en un máximo de personalización, en Cristo. La vida es un amarnos para amar, nuestra vocación primordial.

Con todo, este desplegar nuestra existencia es asimétrico. El descubrimiento de la vocación fundamental para la que somos llamados es irregular. Hay todo un camino por descubrir que nos viene velado, personalmente, de tal forma que la experiencia de uno puede servir para otro pero no de forma definitiva. Así ocurre con la fe que, aunque heredada, vive en cada persona entre un descubrir y un ocultar, entre un revelar y un callar. 


Nuestra fe proviene del Misterio mismo de Dios, en quien confiamos, pero también de otro misterio fundamental, que nace del encuentro. La fe siempre tiene que descubrirse. Hay que acogerla en un espacio sorprendente dentro del corazón humano que se ve interpelado por una gracia mayor que él. Porque la fe es un don y conlleva, por ello, sentido de pobreza y agradecimiento.

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